¿Licencias ambientales para ´matar´ el medio ambiente?

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Impacto medio ambiental de las licencias mineras en Nicaragua. Alianza por la Solidaridad | ©Pedro Armestre

ROSA M. TRISTÁN
Alianza por la Solidaridad

Hubo un tiempo en el que no había control ninguno de la explotación de los recursos naturales, léase tierras, minerales, ríos o mares. La historia, incluida en página de oro la nuestra, tiene muchos capítulos sobre ello. Hoy, sin embargo, raro es el país que a través de sus ministerios de Medio Ambiente o similares, no tienen en marcha una normativa que hace preciso tener una ‘licencia de concesión’ que debe ser otorgada previamente a la instalación de una actividad o la realización de una obra, permisos que, suele dejarse claro, requieren de informes sobre su impacto ambiental. Cabría pensar: excelente, todo solucionado.

Pues no, nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que por todo el planeta, este trámite administrativo no está sirviendo, en un gran número de casos, ni para proteger ese medio ambiente, ni para impedir graves impactos sociales, ni para evitar que se vulneren derechos humanos tan básicos como el acceso de los pueblos, muchos indígenas, a lo que les pertenece. La explotación sigue aparentemente controlada, invisible, sin registro global de lo que nos queda, de lo que no está bajo el yugo de un negocio. Eso si, ahora revestida del traje ‘oficial’ de un trámite que da licencia para matar, alegóricamente, y a veces sin alegoría, al medio ambiente y sus habitantes.

Bajo esa lupa, podemos mirar hacia cualquier continente, incluso nuestro país, pero cuando la ponemos sobre determinados lugares de América Latina, como algunos en los que trabaja Alianza por la Solidaridad, la situación se torna muy negra. Son lugares en los que el 90% de la población es rural, donde un 83% son pobres y más de la mitad ‘extremadamente pobres’, donde en las casas no hay energía eléctrica, ni grifos con agua potable, ni sanitarios… pero si hay ‘licencias de concesiones’ que se otorgan sobre ríos que dejan de serlo para convertirse en cloacas cuando las lluvias dejan de caer, algo cada año más frecuente. Licencia para construir hidroeléctricas que se gestionan en los despachos, a décadas de desarrollo del computador que las registra. Licencias para extraer minerales donde antes había alimentos. Licencias para plantar palmas africanas donde crecían bosques. Licencias para fracking, para talas, para petroleras…

El procedimiento se repite en muchos casos. Un empresario, nacional o extranjero, quiere entrar en un territorio sin explotar y solicita la concesión o licencia al ministerio que corresponda. No es extraño que incluso se reúnan con el presidente de turno para facilitar el trámite; incluso que se pague su campaña electoral, como algunos de estos empresarios de este país han tenido que reconocer públicamente que financiaron ilegalmente campañas electorales. Eso si, dicen que lo hicieron sin recibir nada a cambio.

Aún con todo, deben presentar los imprescindibles estudios de impacto ambiental que marca la ley correspondiente, pero si los troceas, manipulas o tergiversas, para ‘disimular’ los graves daños, se pasa el filtro. Además, son informes que realizan y/o encargan y pagan las propias empresas, así que muy independientes no son.

Otro asunto que llama poderosamente la atención es que una vez entregados estos informes, hay un plazo máximo de 30 días para que los afectados presenten alegaciones en una web ministerial, en general en un apartado inescrutable para los más avezados buscadores y sin traducción al idioma indígena. Claro, que tampoco tienen electricidad para enchufar el ordenador….

Por si fuera poco, esos estudios, en los que se basa la aprobación de las licencias, que no son sino permisos administrativos, no hacen mención de los impactos sociales que llevan aparejados los impactos ambientales… ¿Cuántas familias acudían al río a por agua para su aseo? ¿Cuántas pescaban? ¿Cuántas lavaban en sus orillas? ¿Cuántos cultivos regaban? Los sesudos capítulos sobre geología de las zona, más destinados a cerciorarse de que las obras son seguras que a otra cosa, rigen unos documentos que pasan la prueba funcionarial sin que nadie se entere, a veces con mención a supuestas ‘consultas comunitarias’ que nadie vio. ¿Impactos sociales? En esos informes son un agujero negro.

Así que ya tenemos todos los elementos para una licencia: un empresario con pocos escrúpulos, un político o partido corrupto, un informe ambiental manipulado, un funcionariado escaso y mal formado y un pueblo o comunidad que no tiene acceso para saber qué es lo que le están quitando. El cóctel perfecto para un buen negocio. Es lo que ocurrió con una embotelladora de Coca Cola en Nejapa (El Salvador) que hubiera esquilmado un acuífero con su licencia en orden. Y con la concesión para construir una hidroeléctrica sobre el río indígena Cambalam (en Guatemala). Ambos proyectos lograron frenarse, tras las denuncian de Alianza por la Solidaridad y la presión en el territorio. Pero hubo presos, heridos y violencia antes de lograrlo. Y lo que es peor, muchos otros siguen adelante.

Al final, demasiadas licencias para matar los ríos, para exterminar a la fauna que vive de su agua, para dejar morir a las comunidades que llevan siglos o muchas décadas asentadas a sus orillas. Ocurre que a veces también son licencias que acaban asesinando a personas concretas, como la hondureña Berta Cáceres; encarcelándolas, como al q`eqchi´ Bernardo Caal Xol; criminalizándolas, como su compañera Ana Rutilia Ical Choc.

Las licencias de concesiones de recursos naturales son necesarias, pero nunca deberían ser para matar.


Desde Alianza por la Solidaridad se defiende que estos permisos para la explotación de los recursos naturales no pueden darse sin antes hacer una consulta comunitaria siguiendo unas reglas, ni con documentos disfrazados de informes técnicos, ni sin respeto a los derechos humanos. Y no pueden ser compra-venta de favores políticos. Dentro de su campaña TieRRRa, se defiende y se presiona para que los estudios de impacto ambiental sean integrales e incluyan con objetividad los daños sociales (incluido de género), económicos y culturales; para que los realicen expertos independientes y con seguimiento externo de la sociedad civil y del Estado, aunque los paguen las empresas; y para que se traduzcan a los idiomas de las comunidades, y así puedan alegar, a ser posible durante más de un mes.


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